El poeta y músico experimental, que para esta entrevista le pidió a la IA que realizara un retrato de él mismo, cuenta cómo en el último tiempo ha explorado la música generativa a través de secuenciadores, softwares y sintetizadores, volcándose cada vez más a la música electrónica y su improvisación. Además, aborda "Partituras inesperadas" la actual muestra que, junto a La oficina de la nada, presenta hasta el 3 de marzo en el Centro Cultural España.
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“Es heavy cómo en poesía incorporo siempre una cuota de humor e ironía y, en cambio, cuando hago estas cosas de música, me siento muy disociado”, comenta Felipe Cussen un par de días después de haber realizado en una de las salas del Museo de Arte Contemporáneo (MAC), sede Parque Forestal, la presentación Secuenciadores generativos, en el marco del coloquio Posthumanamente hablando, organizado por la Plataforma de Arte y Medios (PAM). “Me imagino que me veía super serio y concentrado, es otro lado de mi personalidad que no calza mucho con quien soy normalmente. Creo que esta música puede ser muy personal, pero no en el sentido de reflejarme como sujeto. El sello personal está en las millones de decisiones que uno toma cuando está componiendo, desde elegir el sonido y el ritmo, hasta determinar cómo se organiza cada capa del tema”, explica.
Es cierto. Conocido por sus ácidas y viralizadas Cartas al director publicadas en especial en el diario La Segunda, el poeta y músico experimental Felipe Cussen parece absorto al momento de improvisar melodías en los secuenciadores OXI One y NGen, pero no es menos cierto que es una acción que requiere concentración. Luego explicará que si bien se trata de dispositivos relativamente nuevos, la tradición que los antecede es algo mayor, referenciando a músicos como John Cage y Brian Eno, donde el compositor cede parte de las decisiones al intérprete o al azar. “Como jugar Breakout”, dice, “lanzando una bolita sin saber con certeza dónde caerá”.
¿Hasta qué punto crees que el azar puede considerarse parte del proceso creativo frente al control del autor?
Me parece que el azar siempre está presente, tanto en los creadores que lo buscan como en aquellos que intentan eliminarlo. Incluso el autor más controlado ha tenido experiencias azarosas que influyen en sus ideas. Algunos, como los dadaístas o surrealistas, lo incorporan directamente, mientras que hoy, con las tecnologías digitales, podemos controlar el grado de azar. Por ejemplo, con secuenciadores, puedo programar que una nota se toque el 80% de las veces, pero no sé exactamente cuándo. Creo que ni el azar ni el control absoluto son posibles, y siempre estamos entre esos dos polos.
Al inicio de la presentación en Posthumanamente hablando mencionaste que en una vida pasada habías sido flautista dulce, ¿cómo pasaste del típico instrumento escolar a los secuenciadores?
Aprendí a tocar flauta dulce en el colegio, obviamente, pero empecé a tomármelo más en serio como a los 13 años. Primero, entré a un grupo de música antigua, medieval y renacentista, que se llamaba San Nicolás. Después, me puse a estudiar a nivel universitario, mediante un sistema de currículum libre. Seguí practicando flauta cuando me fui a sacar un doctorado a Barcelona y continué tras mi regreso a Chile, el 2004. Participé en algunos grupos, pero hacia 2011 la situación se empezó a complicar, porque ya estaba trabajando a full en la universidad y no tenía tiempo para comprometerme como quería. He hecho muy pocas cosas con flauta desde entonces, pero sigo muy interesado en la música antigua. Entremedio, en 2003 me metí en poesía sonora, y en 2006 empezamos a hacer un trabajo de poesía y música con Ricardo Luna. Yo hacía la parte visual y él la auditiva. Ahí fui maravillándome con todas estas perillas y botones que veía cuando miraba para el lado. Gradualmente empecé a bajar softwares, y ya el año 2010 comencé a desarrollarme en esa línea. Trabajé con la voz y fui sumando instrumentos y sintetizadores. Para la pandemia me metí aún más en música electrónica y es a lo que quiero dedicarle más energía actualmente.
Al comenzar dijiste que lo que harías sería muy pedagógico, y que en un concierto harías otro tipo de cosas. Esa idea me llamó la atención, porque he escuchado manifestar tu agrado por la repetición musical en diversas entrevistas. ¿En un concierto harías algo radicalmente distinto?
No tanto. Lo que pasa es que cuando hago improvisaciones en conciertos, éstas son como de 20 o 30 minutos. Hago algo muy similar a lo que hice en la presentación, pero más expandido y con una mayor cantidad de instrumentos, más efectos, y con etapas más marcadas. En cualquier caso, para mí estos son solo ejercicios, porque siento que estoy muy en pañales todavía, y eso que llevo hartos años. Me gusta sentir que estoy partiendo, porque es muy distinto de la parada que se adopta al ser académico. Cuando uno se planta a hacer una clase o una charla tiene que estar en una posición de mucha seguridad. Este es un lugar más exploratorio, que me permite relajarme. Siempre hay nerviosismo antes de tocar, porque estas maquinitas son tramposas y a veces se bloquean. Sin embargo, cuando ya entran a funcionar solas es bien relajante. Casi que las puedes dejar andando, ir a lavarte las manos y volver.
También mencionaste que, a veces, cuando te gusta lo que está sonando, dejas de intervenir para sentarte a escuchar. ¿Cómo describirías las piezas cuando eso ocurre?
No soy muy bueno para hacer autoetnografía, pero me pasa a veces que realmente se alcanza un equilibrio entre las variaciones que se van construyendo. De repente me quedo un rato inmóvil, esperando un par de minutos, hasta que me aburro y empiezo a mover de nuevo las perillas. Esos momentos son muy bonitos porque se produce una especie de suspensión del tiempo, que no es verdaderamente tal, porque es música que varía a lo largo del tiempo. Son estímulos sonoros que te provocan emociones y cambios de estado. Los músicos del barroco tenían esto súper codificado en una teoría de los afectos, estudiaban cómo distintas partes de una sonata te tenían que provocar distintas cosas.
¿Consideras los afectos al momento de crear?
Depende del estilo de música. Con mi amigo Richi (Luna) hacíamos piezas más dramáticas y kitsch, donde todo era color y exageración, medio en serio y medio en broma. En cambio, en la música electrónica minimalista, las reglas cambian: cualquier pequeña variación en un loop tiene un impacto enorme, porque todo está muy contenido. No lo pienso tanto en términos de emociones, sino de concentración y percepción. Es como ver un truco repetido cien veces y notar un error: ese pequeño cambio te saca del ritmo y te impacta más. Eso es clave en mi trabajo con música generativa.
Ayer me mandaste una propuesta de investigación con secuenciadores en la que mencionabas que te enfocarías en tu vinculación corporal con la máquina. ¿Eso implica llevar registros de tus interacciones?
Sí, pero yo no soy muy posthumano, soy como a duras penas humano, entonces no sé si me puedo comunicar con las máquinas si apenas me entiendo a mí mismo. Lo que sí puedo decir es que los secuenciadores, tal y como están diseñados, tienen una dimensión ergonómica que facilita su uso. Una parte importante del trabajo con secuenciadores es que se perciben como una partitura que se estuviera escribiendo a sí misma. Los cuadraditos de luces que se prenden en los instrumentos cuando uno los toca grafican esa partitura. Entonces, el diseño de esos elementos te ofrece ciertas posibilidades o favorece ciertas cosas en vez de otras. Me interesa mucho la idea de que un software es un set, no sólo de posibilidades, sino también de límites, de restricciones, que te obliga a pensar de otra manera para moverte en esas condiciones.
Pensando en las limitaciones, recordé tu texto La estupidez artificial que resume mucho tus libros que uno puede encontrar en el Dropbox de tu web. Allí destacas los impedimentos de la inteligencia artificial demostrando que en realidad ésta siempre cae en lugares comunes al momento de la creación artística. Esa idea me hizo pensar en las animaciones de video con IA, donde a pesar de la gran variedad de softwares que existen, los resultados se uniforman bajo una cierta estética.
Los secuenciadores, a diferencia de la IA, no tienen el mismo tipo de aprendizaje, están más abiertos a posibilidades sin depender de referencias específicas. Algunos secuenciadores, como el NGen, tienen algoritmos que replican estilos como el house, pero no aprenden de manera continua; simplemente operan dentro de parámetros predefinidos, como cualquier estilo musical ya establecido. La gran diferencia entre la IA y los secuenciadores está en el grado de interacción. Mientras que en la primera tú das un prompt y ajustas mínimos detalles, en los secuenciadores el músico o música, tiene que intervenir mucho más para que algo funcione. Ese rol activo es clave y, para mí, una de las ventajas que los hace más interesantes frente a la pasividad que a veces implica la IA.
El poeta sonoro británico Bob Cobbing decía “todo se puede leer”, refiriéndose a que cualquier elemento, sea texto, imagen, sonido o incluso el silencio, puede ser entendido como algo significativo para que un intérprete o receptor interactúe con ello. Esa es la premisa de “Partituras inesperadas”, exposición presentada hasta el 3 de marzo por La oficina da la nada -Felipe Cussen, Marcela Labraña, Megumi Andrade y Ricardo Luna- en el Centro Cultural España.
La gráfica de la muestra la inspira Treatise de Cornelius Cardew, una obra musical compuesta entre 1963 y 1967, que utiliza formas geométricas, líneas y símbolos no convencionales en lugar de notación musical tradicional. El recorrido lo completan más de diez obras interactivas, la mayoría de ellas compuestas por músicos para la ocasión, que no solo se activan a través de la presencia de los espectadores, sino que pueden sonar juntas para permitirnos reflexionar sobre los múltiples modos en que resuena lo que oímos con lo que vemos. “Partimos de la base de que las personas no iban a escuchar la canción completa. En ese caso da lo mismo cuánto duren los temas, porque los visitantes solo van a escuchar un pedazo. Entonces les dijimos a los músicos que las composiciones podían ser de entre tres minutos y una hora”, cuenta Cussen.
Por lo que percibí, nadie compuso un tema de una hora.
Hay unas bien largas que a veces tienen momentos de silencio, pero están todavía corriendo. También pensamos que no queríamos que si te acercabas a la obra la canción sonara siempre desde el comienzo, porque todo el mundo escucharía el mismo pedazo. En rigor, las obras están sonando en un loop, y tu entras en el momento en el que está. Entonces de repente te acercas a una obra que iba en los 20 minutos, pero no tienes forma de saberlo.
No pude evitar pensar en cómo manejaron la inauguración, me imagino el lugar con tanta gente mientras las obras se estaban activando al mismo tiempo.
Fue un caos (risas), pero un caos controlado. Ricardo (Luna) propuso que le pusiéramos una restricción a los músicos: si iban a trabajar con melodías, o con alturas, que estas fueran en Do mayor o en La menor, dos escalas que son relativas entre sí. Por eso es que todas las piezas están más o menos cercanas armónicamente, no a nivel de tempo, porque son todas muy distintas. Esto partió de la reflexión de cómo montar la exposición, porque la idea inicial era hacerla con audífonos. De hecho, hay tres obras que están dispuestas así (la de Martín Gubbins, Andrea Wolf y Paula Dittborn con Fernando Pérez), porque esas son piezas que existían desde antes. Después nos dimos cuenta de que corríamos el riesgo de que se produjeran largas filas al momento de la inauguración. Pensamos en varias opciones, y al final llegamos a la idea de los sensores que los hizo Taller Dínamo, el equipo de museografía con el que trabajamos. Ellos fueron super importantes para el resultado que tiene la exposición. Pensando en los sensores, tuvimos que calcular la distancia con la que iba a funcionar cada dispositivo, si queríamos que se activaran fuerte al tiro o que el sonido fuera aumentando gradualmente. Preferimos la segunda opción para la entrada y la salida, por eso cuando los visitantes se retiran el sonido también baja de a poco.
¿Ustedes hicieron las duplas?
Sí, la curaduría en concreto fue escoger estas tres obras que son antecedentes, escoger las obras visuales y hacer los matchs con los músicos, pero a partir de ese momento no volvimos a intervenir. Lo que ocurrió ha sido fantástico, por ejemplo: Valentina Maza con Fernanda Aránguiz se dieron cuenta que habían estudiado en el mismo colegio. Hay una pareja que es de padre e hija, la de Hugo Rivera Scott con Daniella, que es violinista, y Camilo Salinas, que es pianista, con su madre, Irene Cepeda. Las otras, eran personas que no se conocían ni de nombre, así que esa fue la parte "Tinder", como le pusimos, y nos encantó.
La ficha técnica menciona que la obra de Andrea Wolf tiene una cantidad de colaboradores tremenda.
Esa obra fue un mega proyecto en el que lo que hizo fue tomar unas postales, digitalizarlas y después hacer un algoritmo de pixel sorting que las va desarmando. De hecho, esa pieza no es un video, sino que la obra va aplicando el algoritmo, pero no es una grabación del proceso, sino que este está ocurriendo en el momento. Ocupó puras postales que fueron enviadas y después le pidió a distintas personas que leyeran los textos escritos en ellas, que están en distintos idiomas. Le pasó las grabaciones a otros músicos y artistas sonoros que hicimos piezas para el proyecto. El audio va de manera aleatoria, entonces las piezas no coinciden necesariamente con la postal que aparece en pantalla.
¿Cómo ves el uso de todos estos conceptos en el contexto digital y de inteligencia artificial, donde las herramientas pueden automatizar procedimientos creativos?
Hoy, a través de la programación, podemos organizar y determinar ciertas variables. En la música, desde las partituras clásicas del siglo XIX, las instrucciones se han vuelto cada vez más específicas. Las tecnologías digitales permiten formalizar estos procedimientos de manera más precisa. En el Barroco, por ejemplo, un allegro no tenía una precisión exacta hasta la invención del metrónomo. Con la llegada de la electrónica, la música se volvió aún más precisa, pero también se abren nuevas posibilidades para aleatorizar el proceso mediante la programación. Sin embargo, hay una última variable incontrolable: la recepción de la pieza. Aunque podamos controlar cada segundo de una obra, las reacciones humanas no se pueden anticipar. Me gusta pensar que, a pesar de los cálculos, siempre habrá un espacio abierto en la experiencia estética, algo que ningún algoritmo puede definir aún.
Licenciada en Comunicación Social por la Universidad del Desarrollo (UDD - Chile), donde se desempeñó como ayudante de Periodismo Interpretativo. Cuenta con una especialización en Social Marketing de Northwestern University, y ha realizado múltiples cursos sobre comunicaciones en el campo de las artes visuales dictados por Node Center for Curatorial Studies (Berlín). Sus textos han sido publicados en Artishock y en la Revista Ya.
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